Por Gustavo patiño
Creí que mi jornada laboral había terminado, estaba cansado, algo hambriento y estresado por los problemas del día, pero aún me quedaba una reunión más, un compromiso más y mi día terminaría, por suerte me encontraba cerca del lugar de aquella reunión. Al finalizar no pude dejar de notar que me encontraba atrapado en plena hora pico y lo último que quería después de un día pesado era meterme en un bus e irme de pie todo el camino a mi casa, por ello preferí caminar un poco, sentarme un rato y fumar un cigarro.
Camine
algunas cuadras y llegue a la plazoleta de entrada del centro comercial Andino,
era un miércoles, el sol se terminaba de poner y ya se sentí un olor a rumba de
la Zona T, yo mientras tanto, me senté un rato a descansar, pensar un poco y a
fumarme un cigarro. Pasados unos pocos minutos vi salir al que parecía un
“hombre perfecto” físicamente: alto, de ojos claros, cabello castaño claro y
muy bien vestido; pronto sentí una mirada puesta sobre mí, que no me permitía
voltear y notar quien era mi espectador.
No
pude aguantar, quería saber quién era, ver si quizá era mi príncipe azul y para
mi sorpresa era él, aquel semental que vi salir hacía unos pocos minutos del
centro comercial, me fue difícil no sonrojarme, pero sabía que no pasaría mas allá
de unas miradas coquetas, ¡qué gran error!
En
ese momento dirigí mi mirada a otro lado y dejé atrás a aquel hombre que me
seguía viendo, sólo pude escuchar una voz gruesa, varonil y de acento argentino
que me decía: “¿Vos me podes regalar un tabaco?”, levanté la mirada y ahí
estaba de pie, frente a mí, aquel hombre de ojos claros, 1.80 metros de
estatura, tez blanca y contextura normal, que había estado mirando.
Rápidamente
saque la cajetilla de cigarros y extendí mi mano, le dije: “Sólo tengo de estos”,
el rápido agarro uno y lo prendió, al decir “gracias” se sentó a mi lado y me
preguntó si me podía acompañar en mi espera, yo no dudé en aceptar.
Iniciamos
una conversación bastante interesante que se robó por unos minutos mis
pensamientos. Aquel extraño era Ariel, oriundo de Buenos Aires – Argentina, él
compartió conmigo sus buenas anécdotas de su primera visita a Colombia, y me
preguntó varias cosas de mi vida, las cuales yo respondía de inmediato.
Entre
suspiros, cigarrillos y una buena conversación, recordé que debía irme para mi
casa, al otro día madrugaba a trabajar. Cuando reaccioné, Ariel, todo un
bohemio y un caballero, me preguntó si me molestaría si me robaba un beso, solo
recuerdo el sabor de sus labios.
Fue un beso de esos húmedos y largos, que inician y no se sabe cuándo van a parar, solo podía sentir el roce de sus labios con los míos, su barba frotando la mía y su mano acariciando mi cuello.
El
tiempo se detuvo por lo que fueron varios minutos, solo quería seguir besándolo,
pero en ese momento él se pone de pie y me dice: “Ven, ¡vamos!, te invito un
trago y seguimos hablando en otro lugar”, en ese momento olvidé mi trabajo, la
madrugada y que la noche tenía un fin y la mañana un inicio.
Parecía
que cada minuto pasaba más lentamente, mi cuerpo perdió el control, fácilmente
me enredaba, tropezaba y de vez en cuando balbuceaba. Entramos a un lugar en la
zona T, él sugirió que tomáramos una copa de vino, hizo la orden y noté que una
de sus manos descansaba sobre una de mis piernas. Las dos primeras copas de
vino se consumieron entre risas, miradas picaras y un sutil juego de
indirectas.
No
sé en qué momento resultamos haciendo un brindis con un Margarita, la verdad
aún estaba atrapado en el embrujo sutil de esos ojos verdes de mirada sensual, entonces
él cortó la conversación, diciéndome: “Debo confesarte algo”, pensé e imaginé
que me diría que tenía pareja o quizá saldría con alguna cosa absurda, no todo
podría ser perfecto, después de un silencio incomodo respondí: “Sí, dime”.
“Estoy
enamorado de Colombia, quisiera quedarme mucho más, pero mi regreso mañana al
medio día a Buenos Aires”, dijo, luego yo simplemente me quedé sin respiración,
recordé que no todo lo bueno dura para siempre, que quizá no era amor a primera
vista, aquel príncipe azul tenía un rumbo diferente y quizá esa sería la
primera y la última vez que lo vería, eso debía seguir disfrutando la noche sin
importar nada.
Parece
que la sensación fue mutua y rápidamente nos dimos un beso. Otro beso húmedo,
largo, suave con una caricia ligera sobre nuestros rostros que terminó en una
invitación, una invitación a pasar la noche con él, la última noche de Colombia
en el hotel donde se hospedaba.
Los
tragos, los besos, la charla y saber que muy posiblemente no le volvería a ver,
no me hicieron dudar en aceptar la propuesta. Cinco minutos después estábamos
rumbo al hotel.
Llegamos, habitación 503, me pidió ponerme cómodo, seguía siendo todo un caballero, me preguntó si quería tomar una copa o quizá comer algo, con el beso que le di, creo que respondí su pregunta; de todos modos pedimos una botella de vino, aquella botella que acompañaría una velada y dos cuerpos dándose una despida.
Beso
tras beso, caria tras caricia la ropa fue cayendo al piso lentamente, los
abrazos, los susurros, sus manos sobre mi cuerpo, mis labios sobre su piel nos fueron
consumiendo. Él, un hombre de suaves besos y sutiles movimientos, pronto se convirtió
en un feroz y apasionado amante, perdimos el control por completo.
Las
gotas de sudor caían sobre mi espalda mientras él rozaba sus manos contra mi
espina dorsal, sus besos cada vez más agresivos, descontrolaron mi cuerpo. Él
parecía inabarcable, no podía dejar de besarlo, de tocarlo, ambos nos
masturbábamos en medio de un baño de sudor.
Si
dudar alguna una experiencia completamente placentera, perdí la cuenta de
cuántas veces nos venirnos. Cada uno demostró su masculinidad en la cama, no
tuvimos reparo en expresar qué tan versátil y creativos podríamos llegar a ser.
El
amanecer nos descubrió despiertos, éramos dos imanes que se atraían por el
sexo, pero un sonido nos robó la atención. ¡MIERDAAAA! La alarma de mi celular indicó
que eran las 5:00 am, debía alistarme para salir a la oficina, pero quería
quedarme junto a Ariel, a su cuerpo y a sus besos.
La
magia había terminado, yo debía salir, tenia contados los minutos para ir hasta
mi casa, cambiarme y llegar a la oficina. Nos despedimos con un beso que no
quería terminar, intercambiamos nuestros.
Ese fue un día distinto, a pesar de no haber dormido, me sentía despierto, activo y listo para iniciar mi jornada laboral, pues sabía que el recuerdo de aquella noche iba a perdurar por mucho tiempo.
Nota: La Columna fue publicada por primera vez en Bogotá Rosa, en el año 2015
0 Comentarios